Faltaríamos a la verdad si dijéramos que el fallo de la
Audiencia de Madrid declarando inocentes a los seis
inculpados en el caso Yesa nos ha dejado indiferentes a
quienes hemos apoyado -y seguimos apoyando- al Ayuntamiento
de Artieda y a la Asociación Río Aragón. También faltaríamos
a la verdad si dijéramos que entraba en nuestras previsiones
la absolución hacia los que se sentaron en el banquillo.
Han transcurrido varias semanas desde que se tuvo
conocimiento de la sentencia y desde entonces, superado el
momento inicial del estupor y de la indignación, se abren
paso la reflexión y la serenidad. Como alguien bien señaló,
esto es una carrera de fondo, una carrera en la que muchos
tomaron la salida hace veinte años, recibiendo el testigo de
generaciones que ya vivieron y murieron levantando el puño
contra el pantano de Yesa.
No está todo perdido. No, rotundamente no. La ley, farragosa
incluso para quienes por su profesión están familiarizados
con vocablos, protocolos, artículos y demás elementos de
togas y señorías, ha resultado absolutamente ajena a la
justicia valiente que reclama la historia para, de una vez
por todas, sin mediocridades ni paños calientes, terminar
con tantos años de dictadura hidráulica. La ley ha ido por
un lado. La moral por otro. En medio, los vencedores de
siempre intentando pisar a quienes no se van a arrodillar.
Hacia quienes han resultado tan inmaculadamente inocentes y
además, gracias a la cancha de que han dispuesto en medios
de comunicación -bien al contrario que nosotros-, han
suscitado abiertas muestras de adhesión, poco o nada nuevo
se puede manifestar. Hacia quienes se han subido al tanque
de la opresión, hacia esos indignos elementos que predican
el diálogo vendiendo al vecino, sólo recordarles que todos
somos minoría en alguna ocasión.
Pero sabemos que estamos en periodo de prórroga en un torneo
en el que sí conocíamos la desigualdad de partida: ellos,
amparados en la tradición del salvacionismo de una sed
política y económicamente rentable; nosotros, con la
herencia de demasiadas batallas perdidas –batallas muchas
veces de lágrimas, dinamita y patada en la puerta-, pugnando
por abrir vías nuevas para el entendimiento mientras los
menos íntegros se rendían a las migajas y otros, los más
cabales, se reafirmaban como esperanza más incólume de los
territorios.
Si una vez agotados los trámites y burocracias, el final
definitivo del caso Yesa fuera el que conocemos actualmente,
si la ley no fuera capaz de conciliarse con la justicia, los
elementos más irresponsables de lo medioambiental
dispondrían del botín de un cheque en blanco para proseguir
en sus agresiones a la naturaleza y en sus atropellos a la
dignidad. Y eso sería irreparablemente mortal para la
convivencia, para la democracia.
Por eso se sigue peleando. Por eso cada vez con más
convicción. Por eso ha fracasado y seguirá fracasando la
Comisión del Agua. Porque si la ley y el consenso se
degradan a un laberinto de liturgias para dar visto bueno a
la inmoralidad, si quien más poderío tiene es quien más
fuerte puede golpear, montarse un trasvase o inundar tierras
e ilusiones bajo pretexto de regadío –o de lo que sea-, poco
espacio quedará para la justicia en un estado que, ya como
caricatura o anhelo fallido, se denominará estado de
derecho.
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