OPINIÓN

Levante-El Mercantil Valenciano, 4-X-2001

El precio del agua

Enrique Cabrera - Universidad Politécnica de Valencia

El Parlamento Europeo acaba de promulgar una directiva del agua (DA) de obligado cumplimiento en los países de la Unión. Su aplicación supondrá un cambio radical en la gestión del agua que hoy España conoce. Europa, consciente de que ninguna sociedad puede hipotecar el futuro de las venideras, ha promovido una directiva que garantice la sostenibilidad del más preciado de los recursos naturales, el agua. Postula la «recuperación de los costes de los servicios relacionados con el agua», trasladando al recibo todas las partidas. Nada que ver con los precios políticos vigentes.

El agua es, sin duda, un bien público. Pero tomarla, transportarla, potabilizarla, almacenarla, distribuirla, depurarla y devolverla al medio natural en condiciones equivalentes a las que fue captada tiene altos costes. Costes que en España no soporta directamente el usuario. Éste sólo paga una pequeña parte. El resto se financia con los presupuestos generales (del Estado, autonómicos y hasta europeos), por lo que los ciudadanos, vía IRPF, indirectamente pagan un agua que, las más de las veces, no utilizaron. De este modo, quien gestiona sólo dispone de la parte del presupuesto incluido en el recibo, quedando el resto a disposición de la administración. Lo que tiene sentido en grandes obras no debiera, como sucede, extenderse a la gestión diaria, pues lo lógico y eficiente es delegar recursos y exigir resultados.

Así lo entiende la DA. Va, y le asiste la razón, contra los precios políticos. La factura actual ni es democrática, ni es eficiente, ni es justa. No es democrática porque la responsabilidad del gestor es usurpada, con precios políticos, por la administración. Las entidades que gestionan los abastecimientos deben ser responsables de los recursos económicos derivados de tarifas reales, recursos que, bien invertidos, permitirán alcanzar adecuados estándares de calidad. No es eficiente porque el reparto actual no prima el ahorro. Las empresas no mejorarán su red perdiendo dinero. Manda el coste marginal del agua. Y siendo éste ridículo, las redes fugan como coladores. Y, por fin, no es justa porque parte de la factura se atiende vía IRPF, recordando ineficientes impuestos indirectos de países tercermundistas.

No será fácil el camino de la DA en España. Hay en juego intereses que mantienen una política antaño posible hoy indefendible. El mundo del agua es inmovilista porque a sus principales actores les acomoda su papel. La administración controla los recursos hídricos y económicos mientras ignora cómo y cuánta agua se gasta. Otorga como un rey mago, y pasa del tan necesario como ingrato papel de controlador. Mientras, los principales usuarios no van a protestar porque otros paguen parte de la factura. Por último, el político no se aventura en reformas que, dada la actual cultura del ciudadano, habría que explicar con claridad meridiana para, a corto plazo, salir bien parado del trance. Demasiado riesgo.

Y mientras, tenemos una política absurda que con dichos nos exhorta al ahorro y con hechos nos invita al despilfarro. Por eso Bruselas dice que no podemos seguir igual, sobre todo en el Mediterráneo. El norte de Europa tiene problemas de calidad que no de cantidad. Pagan hasta diez veces más y consumen bastante menos. Por ello sus redes son mejores. No saben lo que es una sequía y por ello no tienen historia, una historia que a nosotros nos lastra. Llegados aquí, es del caso recordar al padre de la actual política, a Joaquín Costa, y no precisamente por su invitación al desarrollo hídrico («Regad los campos para así poder comer», decía a la sazón con razón), sino porque también sintió la necesidad de romper con la historia en una época en la que España perdía sus últimas colonias. «Hay que echar mil cerrojos a la tumba del Cid», llegó a expresar. Presidido por el dinero, en el mundo actual no hay lugar para el idealismo de Machado. Su «sólo el necio no distingue entre el precio y el valor de las cosas» apenas cuenta. Una pragmática Europa ha preferido al Cervantes más realista. En su discurso sobre las armas y las letras, pone en boca de Don Quijote «y es razón averiguada que aquello que más cuesta se estima y debe de estimar en más».

Al mundo del agua le pesa la historia, le falta la ética y le sobra la demagogia. El agua urbana e industrial, principal causa de la contaminación, puede asumir la recuperación íntegra de costes que propugna la DA. La actual factura tan sólo supone el 0,8% de los ingresos de una familia media. No pocas gastan más en agua embotellada. ¿Qué razón, pues, demagogia aparte, incita a los políticos municipales a no querer subir su precio? El agua que no se usa no se contamina. Ello, y no tanto los problemas de escasez, justifica el ahorro. Porque si no, ¿qué hace ahorrando agua, donde tanta sobra, el norte de Europa? ¿Por qué la cobran tan cara? Un medio ambiente sostenible y un servicio de calidad lo justifican. Y pagando por lo que gasta, como en cualquier otro servicio, el ciudadano se compromete y el IRPF puede o rebajarse, o dedicarse a otro menester. Al fin y a la postre, la factura final del agua es, para una calidad de servicio dada, la misma. O aún menor, pues una responsabilidad directa optimiza los recursos. ¡Cuántas obras se construyen, no se sabe muy bien para qué, porque paga la administración!

Por no alargarme no entro en lo que puede acontecer con la diferencia de precios entre el agua de buena calidad y barata del Júcar y la de mala calidad y cara que puede venir del Ebro. Ni en las que pueden haber entre usos urbanos e industriales y riego. Quédese ello para otro día. Tan sólo apuntar con respecto a la segunda cuestión, la primera tiene más enjundia y es para nota, que la DA contempla la excepción, diciendo que no se incumplirá si se salvaguardan sus fines. Entiende, pues, que un precio del agua que refleje los costes reales, automáticamente garantiza la sostenibilidad y la eficiencia. Y si ése no es el caso, debe haber un control que los garantice. La donación sin resultados y a fondo perdido ya no se entiende. Hay que rendir cuentas, aun cuando para ello hace falta un control, hoy inexistente. Sólo en esas condiciones el riego podría utilizar agua de bajo coste.

Los vetustos cimientos de nuestra política hídrica no soportan ya la creciente presión a la que está sometida el agua. Así lo evidencian las contradicciones que han acompañado al plan hidrológico nacional, con el Gobierno de Aragón, dicho sea de paso, a la cabeza de ellas. Pero, por lo expuesto, quienes tienen la responsabilidad de renovarlos, no han estado, ni están, y sospecho que tampoco estarán, por la labor. Y aun cuando la sociedad va entendiendo el problema, posiblemente haya que esperar al 2010, año de entrada en vigor de la DA, para que algo se mueva. Todo ello sin menoscabo de que una crisis en forma de sequía (el atentado de Nueva York demuestra, una vez más, que el hombre va a remolque de los acontecimientos) precipite el necesario cambio.

Asociación Río Aragón-COAGRET