Los distintos gobiernos
españoles vienen promoviendo desde hace un siglo obras
hidráulicas en nombre del interés general sin lograr
satisfacer las exigencias de agua de la población ni tampoco
erradicar los efectos nocivos de la sequía, pero, eso sí,
deteriorando a conciencia la hidrología del país y sus
ecosistemas asociados. Hay que pensar -y hacer-algo
distinto.
Para ello, de entrada,
cabría preguntarse dónde está la clave de tanto desaguisado.
Pues muy sencillo, que al haberse promovido la oferta de
agua subvencionada se han desatado estilos de vida y
actividades cada vez más exigentes en agua, que a su vez, ha
inflado la escasez y los negocios relacionados con ello.
Por decirlo de una
manera rápida, se desató en torno al agua un despilfarro
interesado, apoyado por un potente conglomerado de intereses
empresariales y corporativos que, a modo de señores del
agua, viene dictando la política a seguir.
Esta situación viene
generando reacciones de rechazo en la sociedad española que
se trasladan con dificultad al ámbito de lo político: de
hecho, los partidos acostumbran a hacer suyas esas críticas
mientras están en la oposición, para luego, cuando llegan al
gobierno volver a las andadas. Esto sucedió con el PP en
1996 y va camino de ocurrir con el gobierno actual del PSOE.
Desde la oposición, el
PP fue muy crítico con el proyecto de Plan Hidrológico (PHN)
del PSOE de 1993, que culminaba la política tradicional de
obras hidráulicas. Este plan no llegó a aprobarse durante la
legislatura del PSOE, quedando desactivado por la pérdida de
las elecciones y la aparición del primer gobierno del PP,
que afirmó la necesidad de revisar la política de aguas. Sin
embargo, tras las tribulaciones de la primera legislatura,
la situación se aclaró en la segunda: el nuevo gobierno
precipitó la aprobación de un PHN con la misma orientación
que el anterior, aunque con un volumen de obras más reducido
y centrado en el trasvase del Ebro.
La creciente oposición
al mismo, unido a la negativa de Bruselas a financiarlo,
sentenciaron a muerte el trasvase del Ebro. El nuevo
presidente, José Luis Rodríguez Zapatero, acordó ya en su
pacto de investidura derogar dicho trasvase. La nueva
ministra de Medio Ambiente, Cristina Narbona, crítica del
trasvase del Ebro y defensora de las ideas de la nueva
cultura del agua zanjó el episodio. Ahora bien, ¿se pasará
por fin a gestionar el agua en vez de promover obras
hidráulicas?
Es pronto para hacer
vaticinios, pero, de momento, se ven decisiones importantes
que no van exactamente por el buen camino, Como se vio en
EE. UU. donde el presidente Jimmy Carter impugnó en 1978 la
lista de proyectos de obras hidráulicas subvencionadas para
dar paso a la economía del agua, resulta imprescindible la
acción decidida y unánime del Gobierno. Pero esto sólo ha
ocurrido en España con el trasvase del Ebro, no para la
política del agua en general, como atestigua la falta de
unidad de criterio que se observa entre los propios
políticos del partido gobernante. Así, aunque se haya
suprimido la guinda del trasvase del Ebro, queda todo el
resto del pastel que los señores del agua siguen defendiendo
con ahínco.
Meseta y litoral En
regiones tan claves como Castilla-La Mancha, Valencia o
Aragón, que determinan las relaciones entre la Meseta y el
litoral mediterráneo, los líderes regionales del PSOE hacen
suya la demagogia hidráulica dominante solicitando, con
empeño digno de mejor causa, la realización de viejos
proyectos de trasvases como el trasvase Júcar-Vinalopó y el
trasvase Tajo-La Mancha y embalses como el recrecimiento de
Yesa? que se revelan hoy más carentes de sentido económico y
ecológico que nunca.
Con la actual sequía
afloran de nuevo, como ya sucedió hace diez años, problemas
de desabastecimiento urbano como signo evidente de la mala
gestión reinante. Que se propugne la necesidad de trasvasar
agua a larga distancia para asegurar el abastecimiento
urbano en zonas como La Mancha o Murcia, que cuentan con
enormes extensiones de regadío, es un insulto a la razón,
cuando podría resolverse el problema de forma más económica.
Sería mucho más barato
para los usuarios urbanos y rentable para los regantes tener
apalabrada la venta para abastecimiento de una pequeña
fracción del agua mayoritariamente utilizada en los regadíos
y hacer uso de ella cuando la climatología adversa lo
requiera.
No es la promoción de
trasvases de agua forzados y financiados por el Estado entre
cuencas o territorios lejanos lo que exige una gestión
razonable del agua en nuestro país sino las transferencias
voluntarias entre usuarios próximos, algo que ha frenado la
rigidez del régimen de concesiones y la falta de información
y conexión entre potenciales oferentes y demandantes de
agua.
Porque,
paradójicamente, los intereses privados hegemónicos en el
sector no quieren mercados de aguas. Cuando se instalaron
los bancos de agua en California, las hipotéticas demandas
que justificaban incluso la traída de agua de Canadá se
redujeron a menos de la mitad, dando al traste con el
discurso de obras hasta entonces dominante. No es por
casualidad que los intentos políticos de clarificar la
información y de instaurar el mercado en este campo no hayan
llegado a puerto.
En la primera
legislatura del PP, la ministra Isabel Tocino modificó en
1999 la ley de Aguas de 1985 para dar cobertura legal a los
intercambios de agua y posibilitar así la creación de
mercados o bolsas de agua, pero esta modificación no llegó a
desarrollarse. Porque la instalación amplia y efectiva de
mercados o bancos de agua no sólo exige flexibilizar el
régimen concesional, sino clarificar el panorama de los
derechos para hacer que afloren con transparencia verdaderas
ofertas y demandas de agua y establecer las normas a las que
deba atenerse el funcionamiento de los nuevos mercados para
asegurar el logro de objetivos sociales y ecológicos.
La sobreexplotación
reinante ha ocasionado la desaparición o reducción de muchos
de los caudales que se venían utilizando. Como consecuencia
de ello, en las cuencas más problemáticas, el agua
comprometida y extraída es muy superior a la disponible en
régimen renovable, observándose derechos sin caudal y
caudales extraídos sin derechos. De ahí que se deba insistir
en que resulta prioritario aclarar las coincidencias y
discrepancias entre el agua disponible, el agua registrada y
el agua utilizada instaurando para ello un sistema
estadístico y registral completo y actualizado que pueda
servir de base a un proceso de negociación a gran escala
orientado reajustar los derechos y el agua utilizada a los
caudales renovables.
Incentivos económicos
La instalación de mercados o bancos de agua no sólo debe
vincularse al reajuste de derechos y extracciones pues no
cabe autorizar ventas de agua fruto de extracciones ilegales
o insostenibles sino que puede aportar incentivos económicos
para culminar con éxito este reajuste.
No se trata, pues, de
descubrir una solución mágica, sino de aplicar lo que se
sabe y se ha venido reiterando: lo primero es poner orden en
casa. Pero el tiempo pasa sin que esto ocurra y sin mercados
de agua ni foros de negociación adecuados, sin asociaciones
de usuarios responsables de la gestión con los que se pueda
convenir el necesario reajuste entre exigencias y
disponibilidades y sin un marco de información (físico,
monetario y jurídico) generalmente admitido para ello, el
problema está llamado a transformarse en guerras del agua…
Las carencias
observadas en estos requisitos nos están llevando por la
pendiente del enfrentamiento y la crispación social,
haciendo que el problema del agua sea un calvario cada vez
más problemático para los políticos con competencias en la
materia. Las actuales guerras confirman que los viejos
cauces de la política del agua sólo traen piedras.
José Manuel Naredo Profesor ´ad honorem´ de la escuela de
Arquitectura de Madrid, y profesor de la facultad de
Ciencias Económicas de la Universidad Complutense. Premio
Nacional de Medio Ambiente 2000
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