Resulta insólito lo
que está aconteciendo en las últimas semanas en
el conflicto del agua. Presidentes de diputación,
diputados populares y dirigentes de regantes
criticando y criminalizando a ciudadanos e
instituciones que han recurrido ante el poder
judicial los proyectos de los grandes embalses
pirenaicos y manifiestan pacíficamente su parecer
en la prensa, la calle y reuniones
públicas.
Se califican de
métodos batasunos iniciativas ciudadanas
consagradas en la Constitución. Se tacha de
judicialización de la política hidráulica lo
que es democratización de la misma. Porque
afortunadamente vivimos en un régimen donde está
establecida la división de poderes y los
parlamentos y gobiernos no pueden ejercer el poder
absoluto: lo comparten con los jueces.
Al negar la
legitimidad moral y política de los ciudadanos a
utilizar todos los recursos del estado de derecho
para defender valores recogidos en la
Constitución –defensa del medio ambiente, de la
montaña, del equilibrio territorial: intereses de
carácter general- se sitúan fuera del sistema.
¡Curiosas estas posiciones propias de los “anti-sistema”!
Sin embargo, más preocupante aún es la ausencia
de una intervención decidida por parte de las
máximas autoridades aragonesas imponiendo el
respeto a las minorías y al propio estado de
derecho y manejando el timón del encuentro y el
diálogo entre ciudadanos.
Se echan de
menos algunas dosis más de fuerza natural y
liderazgo moral en las principales instituciones
–presidencia de gobierno, Cortes, Justicia- para
propiciar y exigir que el debate sobre la
política de aguas se lleve a cabo por los
derroteros democráticos previstos en nuestra
constitución.
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