www.Rebelión.org, 31-X-2003
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Hidromitología y vandalismo
Néstor Jiménez
Torrecilla
Área de Geodinámica Externa. Grupo Gestión
Integral - Nueva Cultura del Agua. Universidad de
Zaragoza
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"El agua es un bien escaso,
irregularmente distribuido, y su disponibilidad supone el
principal limitante del desarrollo económico y social de un
número creciente de países entre los que se encuentra
España. No es de extrañar por tanto que las previsiones
indiquen que las guerras del S XXI girarán en torno a las
disputas por este preciado recurso..."
El
párrafo anterior resume algunos de los tópicos que rigen el
acerbo hidrológico no sólo de nuestros bienintencionados
políticos, sino también de la mayoría de la sociedad. La
validez de las afirmaciones precedentes es, no obstante, más
que discutible, en un momento en que el desarrollo
tecnológico permite depurar, reutilizar y desalar el agua a
unos costes económicos y energéticos perfectamente asumibles.
No ocurría lo mismo en 1992, cuando el alarmismo del
Anteproyecto del Plan Hidrológico Nacional del ministro
Borrell fijaba el "déficit hídrico" de nuestro país en 3000
hm3 anuales, vaticinando un aumento del mismo hasta 12000
hm3 para estas fechas. Resultaba "necesario y urgente"
acometer las faraónicas obras de regulación (incluyendo el
trasvase del Ebro) que solucionasen "de una vez por todas"
los problemas del agua en España. Doce años después, y pese
a "sufrir" el cuatrienio más seco del registro histórico, la
economía española no parece haberse resentido de tan
acuciante escasez de agua, obstinándose más bien en reflejar
las fluctuaciones del petróleo, las andaduras del euro e
incluso los geográficamente distantes atentados
neoyorquinos.
Esto es así en parte porque la agricultura ya no es, como lo
fuera en tiempos de Joaquín Costa, el motor de la economía
nacional, sino una actividad productiva que se enfrenta a
una profunda crisis relacionada con la globalización de los
mercados, la mecanización agrícola y un muy difícil relevo
generacional.
Mientras el PHN y el Pacto del Agua enumeran un listado de
costosísimas obras destinadas a la ampliación de la
superficie regada, la población asociada a muchos de
nuestros regadíos sigue disminuyendo y envejeciendo desde
los años 80. Las llamadas "explotaciones agrícolas
familiares", de mayor rentabilidad social, parecen abocadas
a la extinción frente a la mayor competitividad de las
multinacionales alimentarias y la falta de apoyos
institucionales imaginativos. La secular subvención de los
costes del agua, y las más recientes subvenciones europeas,
han favorecido el escaso dinamismo y la falta de capacidad
de adaptación de los regantes tradicionales como colectivo,
con honrosas pero contadas excepciones.
Así las cosas, el principio de recuperación de los costes
económicos de las obras hidráulicas, contenido en la
Directiva Marco del Agua, implica que el agua servida por
los pantanos proyectados tendrá un precio que en muchos
casos los potenciales (o supuestos) usuarios agrícolas no
podrán pagar. Esto último es especialmente cierto si se
mantienen las ruinosas eficiencias medias del 50% en los
polígonos de riego, chocantes si se tiene en cuenta que
éstos consumen en España más del 80% de este "escaso"
recurso. En todo caso es evidente que hablar hoy en día de
desarrollo rural no puede limitarse al caduco discurso
regeneracionista, las soluciones al abandono del campo están
todavía por inventar.
Pero los embalses propuestos no sólo son un despilfarro
económico difícilmente defendible, son también la más seria
amenaza para nuestros últimos paraísos fluviales, parte
consustancial de nuestro territorio, y el incipiente
desarrollo sostenible asociado a los mismos. El proyecto de
embalse de Biscarrués es uno de tantos ejemplos. Esta presa
daría al traste con una oferta turística basada en las aguas
bravas, que está repercutiendo de manera decisiva en el
desarrollo de toda la Galliguera, comarca hasta hace poco
condenada al despoblamiento. El uso turístico del Río
Gállego no sólo es un motor económico de la región, es
también una fuente de bienestar y una oferta de calidad de
vida para los habitantes de pueblos y ciudades cercanas como
Zaragoza o Pamplona. Su destrucción injustificada,
rechazando las alternativas que ni destruyen el río ni
inundan el pueblo de Erés, entra de lleno en la definición
de vandalismo y acto violento.
Resulta alarmante constatar como la violencia engendra
violencia y el conflicto social ha tomado recientemente
peligrosas sendas fuera del debate constructivo pacífico y
la defensa de alternativas.
Cada día está más claro que las grandes obras hidráulicas
son rentables sólo para las constructoras. Éstas cuentan con
la complicidad de una administración pública anclada en la
vetusta ideología de "fontanería hidráulica", para continuar
un enriquecimiento en ocasiones impregnado de profundo dolor
humano.
Todos vemos con rechazo la expulsión de los indígenas
amazónicos a causa de la explotación de la selva, y
denunciamos con alarma el proceso continuado de destrucción
de nuestro planeta asociado a esas prácticas. Sin embargo
permanecemos impasibles ante la destrucción de los últimos
ríos vivos españoles, o el arrasamiento reciente de Itoiz y
Artozqui, dos pueblos milenarios y habitados literalmente
borrados del mapa.
Nadie defendería que la creación de nuevos regadíos
justificara el apalizamiento físico premeditado de pueblos
enteros. Sin embargo, ignoramos el sufrimiento psíquico y
moral de las personas que ven desaparecer sus casas, su
iglesia, sus infancias, sus sueños y hasta sus muertos bajo
el manto obsceno del negocio sin escrúpulos y la ignorancia
con orejeras. Ni siquiera los suicidios asociados al llenado
de la presa de Riaño removieron las conciencias de unos
políticos y una sociedad predispuestos al discurso
hidráulico triunfalista y redentor.
Discurso que machaconamente insiste en el dominio de la
naturaleza mediante la gran obra pública, como un objetivo
positivo en sí mismo. En los últimos tiempos, el látigo del
hormigón se nos quiere presentar también como única
alternativa para garantizar las necesidades básicas de las
poblaciones del Levante.
Para convencernos se ignoran o descalifican los inferiores
costes de la desalación de agua marina. Se permite la
proliferación de las roturaciones ilegales, a golpe de
sobreexplotación de acuíferos. Se roba así el agua a los
regadíos de las vegas tradicionales e incluso a los
abastecimientos de algunas poblaciones. Se tolera el
despilfarro de redes urbanas ineficientes. Se fomenta la
urbanización desbocada de la costa, que terminará por matar
la gallina de los huevos de oro del turismo de calidad. Los
datos de ocupación hotelera de los últimos dos veranos
muestran ya los primeros síntomas de una enfermedad llamada
desarrollo insostenible.
Los problemas hidrológicos reales y sus posibles soluciones
continúan en el desconocimiento generalizado, mientras los
medios de comunicación se saturan de vacíos eslóganes
propagandísticos como "Aragón, Agua y Futuro" o "Agua para
todos". Eventos naturales y ecológicamente necesarios como
las avenidas del Ebro se describen como patologías casi
criminales a corregir con urgencia, cuando es la invasión
especulativa del espacio fluvial la causa principal del
aumento continuado de las pérdidas por inundación. La
forzada estupidización hidrológica de la sociedad está
alcanzando cotas esperpénticas en el irresponsable aliento a
la confrontación territorial entre la Cuenca del Ebro y las
provincias del Levante.
Es tiempo para la reflexión. Lo único urgente en el tema del
agua es la sustitución de la hidromitología y el vandalismo
oportunista por el debate sosegado, la racionalidad
científica y el respeto al derecho de las generaciones
presentes y futuras a vivir y disfrutar con el hermoso
patrimonio fluvial que todavía nos queda.
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