Después de dedicar bastantes años de mi vida a la Economía,
créanme si les digo que no he visto jamás ciencia tan inútil
como ésta. No sólo porque, a la vista está, se muestra
frecuentemente incapacitada para hacer predicciones que se
cumplan; no sólo porque los economistas teóricos de
profesión se muestran cada vez más obsesionados por la
belleza formal de los modelos que por la explicación de los
hechos (que es para lo que aquella fue inventada); no sólo
porque muy frecuentemente parece que la economía real
funciona de manera autónoma al margen de lo que opinen o
hagan quienes se supone que son los entendidos en la
materia, sino porque, lo que es aún más grave, éstos se
abstienen frecuentemente de dar su opinión sobre
determinadas materias muy sensibles para el ciudadano por
temor a que se les tache de ideólogos al servicio de unos u
otros intereses políticos. Y yo me pregunto ¿para qué sirve
una ciencia si no es para solucionar problemas, o, cuando
menos, para ayudar a comprenderlos?
Vean, si no, el
polémico asunto del agua. ¿No tienen la impresión de que
todo el mundo opina de ello salvo los economistas? ¿Cómo es
posible que un problema de tamaña trascendencia acabe siendo
relegado al exclusivo terreno de la ingeniería, bajo la
forma de trasvases, desaladoras u otros artificios
mecánicos?
Pues bien, haciendo
gala de un optimismo antropológico digno de mejor causa, y
puesto que no siento obligación alguna de expresar opiniones
políticamente correctas, les diré que en este asunto, como
en muchos otros, existe una explicación razonable desde el
punto de vista económico. Y no sólo eso, también existe una
solución económica. Otra cuestión muy diferente es si dicha
solución puede considerarse políticamente asumible o no; lo
cual, por otra parte, en modo alguno elimina la necesidad de
plantearla.
Para empezar parece
claro que nadie con un mínimo de sentido común puede afirmar
a estas alturas que el agua no es, como tantos otros bienes
que consideramos necesarios, un bien económico (es decir
escaso y además sujeto a costes de producción y distribución
como cualquier otro bien). Entonces ¿cómo es que todo el
mundo habla de déficit del líquido elemento? Cuando vamos al
mercado a comprar ropa, zapatos, gasolina o alimentos nunca
notamos un déficit de nada, sencillamente encontramos un
precio en los escaparates y en las estanterías y, de acuerdo
con ello, decidimos si compramos o no. Hay una explicación
económica para ello: el precio de mercado tiende a
equilibrar ambas partes del mercado haciendo desaparecer el
exceso de demanda sobre la oferta disponible.
Naturalmente que uno
desearía más zapatos de los que tiene, o acceder a cierto
tipo de alimentos más apetecibles que otros, pero su coste
de adquisición (dada su renta disponible) les persuade de
manera incontestable. Y lógicamente a nadie se le ocurre
manifestarse por ello exigiendo "zapatos para todos" o
maldiciendo a quienes suministran el pescado a precio
distinto de 0. No lo hacen porque es de sentido común que
las cosas que cuestan de producir, o que son escasas, deben
tener un precio.
El hecho es que los
excesos de demanda (el llamado impropiamente déficit) sobre
la oferta disponible sólo ocurren cuando el precio está por
debajo del que los economistas consideran que es el de
equilibrio (justamente aquél que evita que se produzca
exceso de demanda o de oferta), y esto sólo puede ocurrir
cuando el precio no lo fija el mercado, sino alguna
instancia ajena al mismo (el Estado generalmente) basándose
en consideraciones de índole política o social. Entonces sí,
entonces la demanda es mucho mayor que la oferta y es cuando
puede hablarse con propiedad de escasez del bien en
cuestión. Esto es precisamente lo que pasa con el agua (y
pasaría con los pisos, la carne, el café o los coches si su
precio fuera demasiado bajo).
Todo parece, tener,
pues, una explicación sencilla. El problema es que existe un
segundo frente argumental muy extendido, basado en la
consideración de que, si bien esta ley del mercado puede
considerarse en general razonable, no debería aplicarse en
el caso del agua puesto que en este caso se trata de un bien
necesario. Nadie discute desde luego que así sea, pero en
cierto modo también lo es el pan, el pollo o los huevos, y a
nadie se le ocurriría decir, por ejemplo, en el caso de que
el Estado fijara un precio máximo para la docena de huevos
por debajo del de mercado, que la Comunidad Valenciana tiene
un enorme déficit de huevos (con perdón); aunque,
efectivamente, lo tuviera.
Lo que la Economía
explica, y el sentido común corrobora, es que la gente tiene
una renta limitada y de acuerdo con ello, y a la vista del
panel de precios, elige cuál es la composición de su cesta
de la compra. Si un bien es muy necesario (su oferta es muy
rígida al precio) y tiene además pocas alternativas de
sustitución (como ocurre con el agua), entonces se verá
obligada a restringir la demanda de otros bienes más
prescindibles, gastando una mayor parte de su renta en
aquél, o, alternativamente, reducir su consumo (ahorrar), si
se trata de hogares, o, en fin, utilizar tecnologías menos
intensivas en dicho bien, en el caso de que se trate de una
actividad productiva.
Conclusión: el agua
debe tener un precio que incluya el factor escasez, el fondo
de garantía del abastecimiento futuro y el coste real de su
producción y distribución. Si se consigue aumentar su oferta
porque llueve más o porque alguien aporta nuevos caudales
sin efectos negativos irreversibles para el medio ambiente,
tanto mejor para todos, pero, mientras tanto,
acostumbrémonos a que estamos ante un problema de precio y
no de déficit. El que quiera llenar piscinas, regar campos
de golf, urbanizar toda la costa, ducharse durante media
hora o cultivar papayas, que lo haga al precio de mercado; y
si le resulta caro, que se acostumbre a ahorrar, producir
bienes de mayor valor, o utilizar tecnologías menos
intensivas en este input. Y si después consideramos
(como lo hacemos todos) que el consumo mínimo de los
hogares, o de ciertas actividades agrícolas, debe de estar
garantizado, llévese el asunto al terreno político y
trasládese su coste a los presupuestos del Estado, haciendo
visible así para todo el mundo cuál es el precio de nuestra
solidaridad o de nuestra adscripción ideológica en su caso;
pero, por favor, dejemos al mercado en paz, que nunca estuvo
para eso.
Mientras esto no
ocurra y la única perspectiva con la que se afronte el
problema sea la de conseguir más agua (oferta) al coste que
sea, la pregunta seguirá siendo ¿hasta cuándo? ¿Cuánta agua
será necesaria para saciar el déficit casi ilimitado
provocado por precios tan inadecuados? Me temo que no hay
respuesta para ello. Y, lo que es peor, a nadie parece
importarle.
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