Desde hace varias
semanas se viene sucediendo en los periódicos de ámbito
regional y nacional la aparición de numerosas cartas
que tachan indiscriminadamente de
"radicales" a todos los que se oponen a las
medidas más brutales contempladas en el Pacto del
Agua y en el Plan Hidrológico Nacional. Obviamente,
son los grandes pantanos que se pretenden construir
para engrasar toda la maquinaria económica y política
que alienta estas dos iniciativas los que están
recibiendo una cada vez mayor respuesta social y los
que reciben esa oposición supuestamente
"radical".
Una respuesta social
que ha descolocado a los representantes del actual
"statu quo" hídrico (los grandes sistemas
de riego, las empresas hidroeléctricas, las
financieras que garantizan el tinglado y las
constructoras que se reparten las obras públicas
necesarias) y a la que estos auténticos poderes y
contrapoderes consideran que es necesario responder de
forma contundente si se quiere que nada cambie. De
forma más o menos consciente, quienes consideran
"radicales" en sus escritos a todos los que
se enfrentan a la política hidráulica del hormigón
intentan generar en los lectores una nada sutil
asimilación de esta oposición con los presupuestos
terroristas islámicos tan demonizables y tan
demonizados.
Claro que cabría
plantearse si esta auténtica "cruzada
moral" que parece haberse puesto en marcha apunta
al blanco correcto. Es hora de empezar a preguntarnos
públicamente, si queremos vivir en una sociedad sana,
si el expolio, el chantaje, el ninguneo, las amenazas
y los sufrimientos recibidos por los habitantes de
numerosos pueblos de montaña en los últimos cien años
no son la forma más patente de terrorismo que existe,
el epítome de una política colonialista que parecía
estar arrinconada tras los acuerdos descolonizadores
de los años sesenta pero que, entrados ya en el siglo
XXI, se sigue demostrando viva y pujante con el asalto
a las potencialidades de futuro de las zonas más
desfavorecidas de nuestro país.
Los ejemplos están
ahí para quien los quiera ver. Para radicalidad, la
de los que propugnan la desaparición física de
pueblos como Erés o Sigüés, el expolio de las
tierras de montaña de sus expectativas de desarrollo,
la desvertebración de amplias zonas, el abandono
forzoso al destruirse su economía de las localidades
situadas en las inmediaciones de los pantanos
previstos o el total desprecio de los sentimientos e
intereses de los afectados por una política hidráulica
especuladora, radicalmente injusta y arbitraria.
Retomando la
utilización de calificativos, es totalmente lícito
considerar a quienes defienden este tipo de políticas
hidrohormigoneras que se empiezan a desterrar en los
países más desarrollados como auténticos talibanes
del agua y fundamentalistas de una concepción
trasnochada de la explotación de los recursos hídricos
basada en la piratería y en la rapiña más
descarada.
Unas políticas que,
además, conllevan un perverso proceso de destrucción
ecológica de imprevisibles consecuencias. El ejemplo
del mar de Aral y la brutal contaminación de extensas
comarcas del Asia Central provocada por una política
agroindustrial desaforada es un desgraciado ejemplo de
hacia nos conduce el actual esquema agrícola que, de
entrada, está generando en nuestros países una
tremenda factura (no tenida en cuenta en ningún
estudio de viabilidad económica de nuevos regadíos)
al contaminar tierras, caudales hídricos y niveles
freáticos por la saturación de abonos químicos en
campos estériles.
Que se considere
"radicales" e, indirectamente, terroristas a
quienes se oponen a este proceso cantado no es sino
una más de las paradojas asociadas a la política
hidráulica que nos pretenden colar.