José Ramón
Marcuello
La 'nueva cultura del
agua' se la inventó Azorín en el Plan Nacional de
Obras Hidráulicas A finales de junio del año que
ahora comienza se cumplirá toda una década (diez
hermosos años perdidos, diez) desde la firma del
llamado Pacto del Agua, dos baldíos lustros
acumulando los polvos que, sin caer ni una gota, nos
han traído este inmenso lodazal del que nadie acierta
a sacar el carro.
Nos la metió por toda
la escuadra un vendedor de crece pelo enviado por José
Borrell --antiguo ecónomo de Hacienda recién
convertido a la fe del bricolaje fontanero leroymerlín--
llamado Antonio Aragón . Venía --según fuentes
generalmente bien informadas-- escapando del gatillo
asesino de ETA por su triunfante empeño en poner a
remojo el Canal de Navarra en la olla de Itoiz o en rápida
circulación la autovía de Leizarán.
Siglos después --como
siempre ocurre por estos lares--, nos caímos del
guindo en el que el honorable presidente de la CHE había
puesto sus huevos junto a los de otros pájaros de
cuidado como Roldán, Esparza o Urralburu. Las astutas
avecillas fueron oportunamente capturadas y
enjauladas, pero los trinos seductores del tándem
Aragón-Borrell habían hecho ya su efecto: el 30 de
junio de 1992, a punto de salir de estampida hacia
Salou, los diputados de todo el arco parlamentario de
las Cortes de Aragón ponían su marca de cantero al
pie de la piedra armera que Borrell necesitaba para
montar su megaescalextric hidráulico. Advertido quedó,
a vuelta de correo, que aquello no era otra cosa que
una larga e ingenua carta a los Reyes Magos, un simple
catálogo de buenas intenciones dirigido a don
Bienvenido Míster Marshall. Avisado fue a su tiempo
que el mayor y mejor pantano de España --es decir, el
Pirineo aragonés-- y sus grandes piezas de regulación
(el Yesa recrecido y el gran Mequinenza, junto a
Mediano y El Grado), eran las auténticas joyas de la
corona de cualquier futuro Plan Hidrológico Nacional,
porque en el resto de los más de 82.000 kilómetros
cuadrados de la cuenca hidrográfica del Ebro no hay más
cera que la que arde. Y, entre tanto, el personal, aquí,
convencido de que nos había tocado la primitiva.
Diez años de
calmachicha dan para mucho. Por ejemplo, para
barruntarnos --y denunciarlo en tiempo y forma-- que
la nueva Ley de Aguas iba a consagrar la inconcebible
tropelía de privatizar un bien tan comunal como el
aire que respiramos. Y que, una vez puesto en
almoneda, acabaría en manos de quien pudiera pagarlo
(en euros o en votos) y no de quien más lo necesitara
o, simplemente, del más vecino al recurso. Escrito
quedó en su momento que el sacrilegio hidráulico del
Plan Borrell --es decir, la vulneración del sagrado
principio de unidad de cuenca-- acabaría en la
hecatombe de la España interior para complacencia de
los dioses que protegen las ubérrimas tierras
urbanizables que baña el Mare Nostrum.
Ciento veinte meses
parece tiempo suficiente como para que alguien hubiese
intuido que se avecinaba una guerra fratricida entre
la montaña y el llano, sin culpa mayor --dicho sea de
paso-- de una capital regional, Zaragoza, que sigue
bebiendo temerariamente agua del Ebro desde el siglo
XVIII. Una guerra en la que el poderoso loby de
los regantes ha arrimado el ascua del virreinato de
Medio Ambiente en Aragón --es decir, la CHE-- a una
sardina con profundo y rancio tufillo patrimonial de
toda agua que llueve, circula o se almacena en la
colonia.
Las cabezas mejor
amuebladas de algunos cados universitarios y los
adalides del ecologismo más documentado reaccionaron
con fuerza e inteligencia, pero quizás demasiado
tarde. La nueva cultura del agua se la inventó en
realidad Azorín en el prólogo al Plan Nacional de
Obras Hidráulicas de Indalecio Prieto y Lorenzo Pardo
de 1933. Y el concepto de "desarrollo
sostenible" se acuñó en Escandinavia hace casi
20 tacos.
Se nos ha escapado, en
suma, toda una década sin que el foro llamado a
asumir la máxima responsabilidad, las Cortes de Aragón,
haya sido capaz de ir más allá del simple sostenella
y no enmendalla . Hizo falta que La Moncloa
redescubriera el filón electoral del PHN de Borrell
para que, de nuevo, afloraran con toda su fuerza las
dos grandes contradicciones que anidaban en el Pacto
de 1992: "No al PHN, sí al Pacto del Agua en su
integridad". Y dos: aquí te canto una jota y, en
la calle de arriba o en el pueblo de al lado, la
contraria.
¿Quién está en
condiciones de asegurar, en estos momentos, que los
dos/tres partidos que gobiernan la DGA piensan lo
mismo o albergan las mismas expectativas al respecto?
¿Son realmente una solución al problema la temerosa
Mesa del Agua o el fontanero Instituto Aragonés del
Agua? ¿No será una auténtica temeridad fiarlo todo
al simple paso del tiempo? Demasiadas preguntas, quizás,
para un dubitativo oráculo que acaba apostándolo
todo a la reacción sentimental, esporádica y espasmódica,
de "un pueblo de agua en un seco país" (La
Ronda de Boltaña dixit). Cuando una sociedad no es
capaz de leer su presente en gramática política, su
mañana está, seguramente, escrito sobre el agua.
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