Hoy
domingo 30 de Junio se cumplen diez años de la
firma del Pacto del Agua en las Cortes de Aragón.
Desde esa fecha, en muchos de nuestros pueblos ha
arreciado el declive de los censos, el Canfranero
sigue sin arrancar, Teruel insiste clamando en su
desierto, alguna que otra línea de alta tensión
nos fustiga el Pirineo y, para añadir otro
garbanzo negro a nuestro deficiente cocido económico
y social, el tema del agua ha subido de
temperatura, acentuándose en los últimos tiempos
las tensiones que el mismo suscita dentro de
nuestra región. Y es que el Pacto del Agua, que
nació avalado por todas las firmas entonces con
representación en nuestro ámbito político,
nunca ha sido la herramienta capaz de concitar el
acuerdo en materia hidráulica, por mucho que se
obstinen todavía varios de sus progenitores en
cantar sus virtudes como garante de reservas
estratégicas de agua y de otras hierbas
prometidas.
Un pacto que asume que el bienestar de unos
justifica el sacrificio de otros, no es admisible
en una democracia que se precie de tal. Pero
lamentablemente, no han bastado diez años para
que se proceda a rectificar o, mejor aún, a
anular ese pacto para comenzar bajo nuevas
premisas la planificación de la utilización de
los recursos hídricos de Aragón y considerando a
los ríos en su estado natural –lo que les quede
de natural...- como los mejores depositarios del
preciado bien del agua. Mal que nos pese, el Pacto
del Agua está ahí, encallado en cajones o en
ceremonias de aparente debate donde cada cual
repite su mensaje. El Pacto del Agua permanece
vegetativo, sin rango de difunto para ser
enterrado, sin dejar vía libre al imprescindible
papel en blanco en torno al cual sentarse a
hablar. Algunos atisbos de admitir como
interlocutores a los afectados, aun siendo
apreciables por lo que de novedoso representan, no
son suficientes para compensar por el crónico
olvido a que se han visto sometidos los
territorios que han sido objeto y nunca
protagonistas de las decisiones que sobre ellos se
han fraguado. De ahí mi razonable temor a que las
intenciones de diálogo, incluida la comparecencia
de Coagret en las Cortes el pasado día once, sólo
sean una muestra de cortesía carente de más
contenido y trascendencia.
En esta década, ha habido quienes se han
doblegado a las compensaciones por vender tierra,
historia, paisaje y sentimientos. También ha
habido quienes desde la mezquindad, han mercadeado
con el dolor del vecino, creando en torno a los núcleos
de resistencia verdaderos cercos de opresión que,
afortunadamente, lejos de hacer reblar la valía
de gentes con conciencia de que el patrimonio de
una corriente fluvial es mucho más que un puñado
de hectómetros cúbicos moldeables a gusto del
mejor postor, han contribuido a convertirles en
referentes de lo que es la dignidad y la defensa
del derecho a vivir en armonía con la naturaleza
y la libertad de hacerlo donde creen más
conveniente, sin aspirar a crecer a costa del
perjuicio del prójimo. Conocer a esas personas,
bastión de la integridad, es lo único
aprovechable de esta década de aguas tan turbias
y considero una responsabilidad y un honor sumar
esfuerzos a la constancia de quienes día a día,
entre hostilidades a veces al filo del tabique,
renuncian a arrimar el ascua del río revuelto a
la rancia sardina del egoísmo y escriben
altruistamente la historia que únicamente los
medios más nobles se prestan a reflejar.
¿A
qué aragonesismo y a qué futuro se refieren
quienes todavía hoy, con planteamientos de hace
un siglo, apuestan por seguir ahondando en la
fractura social que en Aragón suscitan las
grandes obras previstas para embalsar agua,
oficialmente con vistas al regadío? ¿Y de verdad
que toda ese agua es para regar... en Aragón? ¿Y
con este indefendible Pacto del Agua piensan
alcanzar la unidad para evitar el trasvase del
Ebro? Quizás se refieran a la unidad del silencio
de las minorías, como lienzo en el que resuene el
griterío del sí al Pacto del Agua, versión
baturra del paseo militar de la Moncloa.
Ya está
bien de Ebromanías. El trasvase del Ebro es una
bravuconada del gran capital, pero no es más
honesto utilizar la lucha contra el mismo para
ningunear la problemática que otros ríos
conllevan. Si en nuestra propia casa abogamos por
la destrucción definitiva del Ésera, del Aragón,
del Gállego, del Jalón... ¿por qué no pueden
reclamar desde otros frentes el caudal del Ebro
para la operación triunfo de las urnas que más
pesan? Y si tan importantes son esas obras crónicamente
pendientes en Aragón –acerca de las que si
preguntáramos a la ciudadanía en una encuesta en
las calles, en los colegios y en diversos foros,
posiblemente comprobáramos que muchos aragoneses
no saben ni detallar los nombres de los proyectos
más controvertidos- también cabría cuestionarse
por qué únicamente han salido de su letargo
cuando ha aparecido en escena el Plan Hidrológico
Nacional con el trasvase del Ebro como Neptuno de
esta marea negra. ¿Acaso cabría un trasvase del
Ebro sin los magnos embalses del Pacto del Agua,
precisamente las obras que con más urgencia se
demanda para el pretendido progreso de Aragón?
Y en este gota a gota de interrogantes, con
el personal crispado por los regadíos que no
llegan ni llegarán, con la sequía que no se
soluciona con hormigón, con el repetido acoso a
quienes quieren vivir junto a los ríos, con los
tribunales con la balanza en el aire, así, tan inútilmente,
el Pacto del Agua ha cumplido diez años, diez años
perdidos en la historia de Aragón, diez años de
una convivencia fracasada, diez años sin
liderazgo para tomar eficazmente las riendas de
esta Comunidad Autónoma tan maltratada por sus
propios gobernantes y tan burlada desde Madrid.
Mª.
Victoria Trigo Bello
EBRO
VIVO – Coagret
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